Benditos los que son capaces de comprender que me tiembla el pulso y que mis pasos son lentos y vacilantes.
Benditos los que se acuerdan de que mis oídos ya no oyen bien y que a veces no entiendo todo.
Benditos los que saben que mis ojos ya no ven bien, y no se impacientan cuando se me cae algo de las manos y se rompe.
Benditos los que no se avergüenzan de mi torpeza al comer y me hacen un lugar en la mesa familiar.
Benditos los que me escuchan aunque les cuente mil veces el mismo cuento, o los mismos recuerdos de mi juventud.
Benditos los que no me hacen sentir de más y me demuestran su afecto con delicadeza y respeto.
Benditos los que encuentran tiempo para estar a mi lado y enjugar mis lágrimas.
Benditos los que me tiendan su mano cuando me llegue la noche y deba presentarme ante Dios*
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